domingo, 30 de agosto de 2015

Cuando el libro era una amenaza

Cuando el libro era una amenaza



Al inventar Gutenberg la imprenta en el siglo XV no pocas voces se alzaron contra los peligros de que un técnico potenciara la democratización del conocimiento, una sospecha que de alguna manera -aunque con sustanciales variaciones- se cierne hoy también sobre la web.
“Jamás se han visto tales desmanes entre los estudiantes y todo ello es debido a los malditos inventos modernos que echan todo a perder (...) sobre todo la imprenta, esa peste llegada de Alemania. Ya no se hacen libros ni manuscritos, la imprenta hunde a la librería. Esto es el fin del mundo”, ponía en boca de uno de sus personajes Víctor Hugo en “Nuestra Señora de París” (1831).
La sensación de amenaza por el cambio no es nueva y los argumentos que se dieron entonces no distan mucho de los que se esgrimen ahora contra el rumbo incierto que las nuevas tecnologías de la información reservan a la industria editorial, a los medios de comunicación y a la industria del entretenimiento.
Hieronimo Squarciafico, en 1477, aseguró que “la abundancia de libros hace menos estudiosos a los hombres”. En diciembre de 2008, la Universidad de Columbia publicaba en su revista Journalism Review” un artículo titulado “¡Sobrecarga! La batalla del periodismo por la relevancia en una época de demasiada información” y aseguraba que la abundancia de recursos crea insatisfacción y pasividad.
José Manuel Trabado Cabado, desde la Universidad de León, afirma en su estudio “Saturación informativa y los nuevos cronotopos de lectura” que el sistema de hipertextos -los enlaces de la web- “amenaza con no dejarnos regresar nunca, prometiéndonos maravillas aquí y allá y tesoros camuflados en selvas demasiado grandes para los mapas del hombre”.
En esa búsqueda en la llamada “Sociedad del Conocimiento”, muchos usuarios de la web, no obstante, se pierden, se enganchan y acaban siendo considerados “netadictos”. Pero esta gula internauta también tiene su paralelismo.
“La curiosidad de Bencio es insaciable, es orgullo del intelecto, un medio como cualquier de los otros de que dispone un monje para transformar y calmar los deseos de su carne”, escribía Umberto Eco en “El nombre de la Rosa” (1980), novela en la que trazaba una intriga medieval alrededor de la gestión censora del conocimiento por parte de unos monjes italianos.
Y es que el argumento de que el lector -igual que el internauta- puede enfrentarse a infinidad de temas sin un criterio de búsqueda o sin guía moral, también es algo que han compartido la democratización del libro y la extensión de Internet. Sin embargo, hoy nadie sospecha de una inmensa biblioteca y nadie discute el papel cultural fundamental del libro. ¿Sucederá lo mismo en el presumible caso de que la web y los derechos de autor se pongan de acuerdo para poner a disposición del navegante todas las obras editadas?
Desde la perspectiva empresarial, el nuevo invento allá por 1450 también convertía en caduco a todo un oficio, el de los escribas, cuya tarea de veinte años quedaba automatizada por los tipos móviles de Gutenberg. Hoy se ven amenazados también diversas ramas laborales. Los intermediarios, como igualmente refleja “El nombre de la Rosa”, tenían un papel fundamental también en la religión, una de las principales afectadas por el nuevo invento al poner las Sagradas Escrituras al alcance de todo el mundo.
No en vano, la Biblia de 42 líneas de Gutenberg inició “la edad de la imprenta” y en su época, muchos consideraron la novedad como un invento protestante, aunque pronto el Papa de Roma se encargó de utilizarla también como instrumento de difusión católica.
“Antes de la imprenta, la Reforma no hubiera sido más que un cisma, pero la imprenta la convierte en revolución. Suprimid la prensa y la herejía quedará abatida. Fatal o providencial, Gutenberg es el precursor de Lutero”, escribía de nuevo Víctor Hugo también en “Nuestra Señora de París”.
Pero el propio autor de “Los miserables” reflexionaba en el capítulo “Esto matará aquéllo” de la obra protagonizada por el campanero Quasimodo sobre cómo, además del gremio editorial y el religioso, la democratización del libro se llevaba por delante una víctima colateral: la arquitectura.
“Desde la más remota pagoda del Indostán hasta la catedral de Colonia, la arquitectura ha representado la escritura del género humano. Y esto es tan cierto que no sólo cualquier pensamiento religioso sino cualquier pensamiento humano tienen en este inmenso libro su página y su monumento”.

“El pensamiento humano descubre (ahora) un medio de perpetuarse no sólo más duradero y más resistente que la arquitectura, sino también más fácil y más sencillo. La arquitectura queda destronada. A las letras de piedra de Orfeo van a suceder las letras de plomo de Gutenberg”, reflexionaba Hugo.
Muchas voces se alzaron para denunciar el peligro que significaba la democratización de la cultura libresca que sobrevendría con el advenimiento de la imprenta, en el siglo XV.

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